sábado, 20 de diciembre de 2008

NAVIDAD, OTRA VEZ
"Treinta y ocho mil noventa y cuatro", "Veinticinco mil euros"... Es el soniquete de cada 22 de diciembre, el sonido inconfundible de la Navidad. Es el día de las vacaciones recién comenzadas, ya hemos disfrutado de las comidas con los compañeros, hemos llevado a cabo otro festival agotador, ya hemos expresado nuestros buenos deseos y tantas otras cosas agradables. Sin embrago, no sé por qué, yo me emociono de manera inexplicable con esta cantinela de la lotería. Jamás pienso que voy a ser agraciada con el gordo ni nada por el estilo, pero me alegra saber que otros muchos más necesitados que yo sí lo serán. Pero no, mi emoción no se debe a ese sentimiento tan altruista. Supongo que en el fondo de la memoria, en lo más recóndito de mi ser, están guardadas mi infancia y mi adolescencia, pasadas en parte en el Sáhara, esos reinos perdidos en los que seguramente no fui tan feliz como mi nostalgia me hace creer, pero que, convenientemente lavados y purificados por un elemental mecanismo inconsciente de defensa, representan para mí un refugio seguro, cálido e inalterable. Nada puede ya modificar el pasado. No se ve, no puede ser tocado, pero está ahí. Lo que yo soy ahora es en buena parte resultado de lo que fui entonces. De aquella época viene mi recuerdo de mi infantil e inocente creencia en los Reyes Magos, el olor del puchero caliente que preparaba mi madre (el hogar lo parece más en invierno, cuando acoge a los ateridos y hambrientos miembros de la familia con un humeante plato capaz de reconfortar al más desalentado), la sensación de que todo estaba bien entonces porque mis necesidades, pocas o muchas, estaban satisfechas, y tantas otras cosas que resultan agridulces en el recuerdo. ¿Por qué esa nostalgia nunca es dulce y placentera? ¿Qué tiene esa etapa de especial? No lo sé. Sólo sé que los Niños de San Ildefonso son ajenos a lo que sus infantiles voces despiertan en mí, pero acuden puntuales a su cita, cada 22 de diciembre.
En otro lugar, días atrás, niños y niñas, profesores, padres y madres, abuelos y abuelas, curiosos de toda condición llenaron un polideportivo que acogió cómodamente a semejante multitud. Abundaron los disfraces de pastores, de ángeles, de mil cosas distintas, cualquier excusa es válida para representar ese misterio que es la Navidad. Año tras año nos esforzamos por aportar algo distinto, pero la historia es siempre la misma, la pongamos como la pongamos, y yo siempre pienso lo mismo: "Qué hermoso sería si fuese cierto." Qué hermoso sería que hubiera nacido de verdad un niño especial al que unos magos llevaban ricos presentes guiados por una estrella mágica, un niño al que adoraron unos humildes pastores despertados por un ángel, un niño que traía un mensaje de esperanza para todos los que quisieran escucharle... Porque, indudablemente, los hechos narrados siglo tras siglo no se corresponden con lo que realmente ocurrió. Eso que llamamos tradición se ha ido forjando con el paso del tiempo entre leyendas, buenos sentimientos y mucho cuento por parte de algunos, pero todos, en mayor o menor medida, nos dejamos llevar por el ambiente del brillo artificial del derroche de luces, el dulzor empalagoso de los polvorones, la oleada de buenos deseos incluso de personas que habitualmente casi ni te saludan, las prisas, el afán por comprar más y más... Es una vorágine que nada tiene que ver con aquel ser que nació no se sabe bien dónde ni cuándo. Estoy convencida de que hemos inventado la Navidad porque la necesitamos. Es la mejor excusa para explotar a conciencia los buenos sentimientos, para intentar sacar de cada uno de nosotros lo más noble y bonito que tenemos. Es la mejor época para sacudir los bolsillos y las conciencias. Si hay que afiliarse a Médicos sin Fronteras, ahora es la ocasión. Nos empacharemos de turrón y caros manjares sin sentirnos culpables de la muerte por inanición de millones de niños inocentes gracias a un oportuno donativo más o menos generoso. Cielo santo, qué imponente circo hemos montado con la mejor (?) de las intenciones. Cómo soportamos (nunca mejor dicho) la presencia de ese cuñado inaguantable con la excusa de estas "entrañables" fechas. Las reuniones familiares, impuestas por una mal entendida costumbre de juntar a unos seres queridos (al menos en teoría), a veces acaban ocupando un espacio en la página de sucesos. Toma Navidad...
Por eso, para seguir creyendo en la bondad del ser humano (en alguna parte la tenemos todos, seguro), contemplo emocionada la función que preparan estos niños aún no demasiado contaminados por nuestro afán mercantilista, falso y superficial, de celebrar a todo lujo algo que en su origen fue humilde y sencillo. Ya sé que ellos también son consumistas, les hemos hecho así, y que cada vez pierden antes la inocencia, pero para mí representan esa infancia mía pasada pero no olvidada que es acaso mi "jardín secreto" más confesable. Qué más da su intención: yo veo lo que quiero ver, como todos, y en la amplitud del polideportivo revive aquella niña que fui, está ahí, a mi lado, porque nunca participó en una función semejante. Esa misma niña será la que se emocione cualquier noche de éstas viendo ¡Qué bello es vivir!, por enésima vez, con James Stewart haciendo de hombre bueno y sencillo. El cine es pura mentira, pero nos hace vibrar, soñar, reír, llorar... Acaso buena parte de lo que nos despierta sentimientos sinceros y auténticos sea mentira. ¿Necesitamos esas mentiras para ser como realmente queremos ser? La realidad es tan dura y tan prosaica a veces que buscamos cualquier excusa para no enfrentarnos a ella. ¿Y si lo que soñamos es tan fuerte que se convierte en realidad? Ojalá los buenos deseos no se debiliten tan rápidamente como las burbujas del champán. Ojalá no perdamos nunca la limpieza de la mirada infantil. Ojalá encontremos la paz y el sosiego que tanto necesitamos. Ojalá las personas que queremos estén siempre ahí, a nuestro lado. Ojalá sepamos descubrir la manera de hacer el bien sin buscar una medalla. Ojalá acertemos a descubrir el misterio que todos llevamos dentro. Ojalá...
Y para terminar...
Creímos que todo estaba
roto, perdido, manchado...
-Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando.-
¡Lágrimas rojas, calientes,
en los cristales helados...!
-Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando.-
Se acababa el día negro
revuelto en frío mojado...
- Pero, dentro, sonreía
lo verdadero, esperando.-
J.R. JIMÉNEZ

5 comentarios:

Sarashina dijo...

Qué entrada tan bonita, Yolanda. Yo tengo otros recuerdos navideños, que ahora, cuando hace un año de la muerte de mi padre, ya amortiguado el dolor primero, puedo recuperar para disfrutarlos, como las frutas especiales que él compraba siempre para la Nochebuena, los villancicos americanos que ponía en el tocadiscos, el Belén que él mismo decoraba con gusto de artista, los adornos mediterráneos, ramas de pino con lazos azules y piñas doradas sobre hojas secas y nueces... creo que necesitamos la navidad como celebración cíclica de las estaciones, y como celebración de la vida asociada a los recuerdos de las personas. Es necesario, y de hecho lo único que se hizo fue cristianizar una fiesta romana muy antigua, las Saturnales, que eran la celebración del solsticio de invierno, una fiesta agrícola y primitiva. En fin, yo no celebro mucho, pero algo hago, por esa conmemoración y por la familia, que siempre lo merece. Un beso.

Joselu dijo...

Para mis hijas es la mejor época del año y yo que la detestaba me he ido contagiando de ese sentimiento. Me da igual que sea consumista -este año menos- porque veo los ojos de mis hijas que necesitan esa Navidad. Hoy hemos bajado a Barcelona y en una tienda mágica llamada El ingenio hemos comprado una nariz de payaso por 1,10€. Ha sido el objeto más fascinante que pudieras imaginar. Nos la hemos puesto todos, incluido yo. Ponértela era sentirte cambiado y tu rostro cambiaba. Quiero decir que lo más sencillo puede ser lo más rico y fructífero, lo más profundo. Esta es la verdadera razón. No necesitamos tantas cosas, aunque nos digan que hay que fomentar como sea el consumo. Las cosas más valiosas son invisibles. Coincido con Clares en que es una entrada densa y hermosa. Mañana volveremos a oír la voz cristalina de los niños de San Ildefonso evocando navidades pasadas y nos alegraremos aunque no nos vaya a tocar a ninguno de los que andamos por aquí. Ojalá, como dices, que los buenos deseos no se debiliten y continúen durante todo el año. En el mundo de los blogs creo que reina ese espíritu de concordia y empatía tan necesario. Recibe un fuerte abrazo, y felices fechas.

Miguel dijo...

Acabo de ver en la tele la cantilera de los niños de San Ildefonso repartiendo dicha por toda la geografía española. Una vez más no nos ha tocado nada, pero el espíritu navideño ha salido reforzado. Me ha encantado tu post. Es tan entrañable... tan próximo, que lo he leído poco a poc, saboreándolo, con temor de que se acabara. He disfrutado y me he sentido un crío. Otra vez. Gracias por este regalo navideño que ha sido para mí esta entrada.
Que tengas unas felices fiestas con los tuyos y que sigas igual de inspirada.

María dijo...

Te deseo una feliz navidad, y que el nuevo año te traiga todo lo que tú desees, lleno de paz, amor y felicidad.

Un beso y seguimos cerquita a través de nuestros blogs enlazados.

Yolanda dijo...

Clares, Joselu, Miguel, María: Gracias por leerme y escribirme en estos días de tanto ajetreo familiar pero también de descanso. No quiero perder nunca la capacidad de emocionarme y sentir, incluso soltar alguna lágrima viendo alguna película especial. No somos nada sin los sentimientos, las personas queridas, los amigos. Cualquier ocasión es buena para acercarnos a ellos, aunque el empalago de la publicidad de estos días nos hace rechazar a veces el acercamiento por miedo a parecer cursis.
Un abrazo a todos.