martes, 21 de diciembre de 2010

SILENCIO, ES NAVIDAD



ARTE POÉTICA

Más que decir palabras, quisiera dar la mano

a un niño, hundir el pecho contra la espuma viva,

y estar callado, llena la frente de océano,

bajo un pino silente, palpitando hacia arriba.

Más que decir palabras, navegar en un llano

de espigas empujadas, ondeadas, donde liba

la inmensidad su jugo de noche de verano,

y en vez de soñar nombres que el viento los escriba.

Más que juntar canciones cogidas en la infancia,

quisiera mis mejillas como un nido robado,

y el sabor de mis labios húmedos de ignorancia,

y la primer delicia del que nunca ha besado:

más que decir palabras ser su propia fragancia,

y estar callado, dentro del verso, estar callado...

LEOPOLDO PANERO



lunes, 6 de diciembre de 2010

AYER Y HOY

Vivimos en la era de la abundancia, sin duda ninguna. Compramos, usamos, tiramos, desechamos... Las cosas ya no tienen el valor de antaño. Hasta hace bien poco, los muebles eran casi eternos, se cuidaban con mimo, pasaban de padres a hijos como un bien inestimable. Se guardaban los trajes de novia de madres y abuelas, los viejos juguetes, los libros escolares, aquellos juegos de cama bordados para el ajuar y quizá ni estrenados (qué paciencia y qué tiempo planchar aquellas sábanas de hilo...), las cartas más personales, las fotos en blanco y negro, las vajillas de una loza hoy inimaginable, las lámparas enormes de lágrimas, hoy imposibles de colgar en unos techos cada vez más bajos...


Cambiamos de casa y apenas nos sirve algo de lo anterior. Lo queremos todo nuevo, más moderno. Lógico. Dicen que las mudanzas vienen bien para deshacernos de todo lo inservible. Ya lo dice el refrán: Parientes y trastos viejos, pocos y lejos. Yo he de hacer una próximamente y no sé si estoy preparada, al menos mentalmente, porque el esfuerzo físico en sí no quiero ni pensarlo. Santo cielo, la cantidad de cacharros, ropa, utensilios, sábanas, toallas, libros, discos... que he podido acumular en veinticinco años... La mayoría está en el sótano, convertido en un totum revolutum en el que cada vez me cuesta más no sólo poner orden (ni de lejos lo consigo) sino incluso recordar siquiera qué demonios tengo. Más de una vez he comprado libros que ya tenía sin acordarme, y otras he comprado una edición de más fácil lectura, caso de "La Regenta", por ejemplo, que leí en mis años universitarios en la edición de Alianza y que ahora se me antoja imposible por el tamaño de la letra. Como él, otros muchos libros están condenados a vivir el sueño de los justos, no sé dónde. Las bibliotecas no los quieren, los anticuarios tampoco... ¿Qué hacer con ellos? Supongo que los querrán en alguna ONG, al igual que al ropa y otras cosas. Soy consciente de que en buena parte del mundo el problema es bien distinto: necesitan desesperadamente ropa, comida, material escolar... En esta época proliferan las campañas para recoger este tipo de bienes. Tengo mis dudas sobre su destino, pero bueno, lo doy confiando en el buen uso que tendrán en manos más necesitadas que las mías.

Estos días he tenido que enfrentarme otra vez al desmantelamiento de una casa familiar, una tía en este caso. Ya lo pasé fatal cuando hicimos lo mismo con la casa de mi madre tras su muerte hace cinco años. Me parecía que estábamos profanando una tumba. Hurgamos en sus cajones, saqueamos sus armarios, repartimos sus posesiones... Había que hacerlo, sin duda, pero me resultó extremadamente doloroso. ¿Qué derecho teníamos a entrar a saco en todo aquello que ella había dsifrutado con tanta ilusión? Si hubiera tenido secretos, los habríamos descubierto. Su espíritu parecía flotar sobre la labor inacabada, el crucigrama que dejó a medias sobre la mesilla, los pañuelos con su perfume... Era imposible mantener todo aquello porque había que vender la casa. Yo habría querido quedarme con muchas cosas, no las de más valor, que me importaban bien poco. Participar en aquella liquidación suponía para mí desprenderme de una parte de mi vida que ya no volverá jamás. Ya no tengo una casa familiar a la que acudir por Navidad. Cada hijo tiene la suya, como mis tías, pero falta ese nexo de tantos años. En poco tiempo he visto desaparecer aquello que recordaba como objetos de mi infancia y juventud. Las vajillas están repartidas, como los manteles o las sábanas. Ha cambiado el escenario, el recuerdo sigue vivo.




Uno compra algo por algún motivo, lo disfruta y luego lo desecha. Al cambiar de manos, cambia también totalmente su valor. Qué diferentes somos... Para mi madre, mi padre, mi tía, un cuadro tenía un valor inestimable; para mí es un recuerdo que no sé dónde colocar. Ahora mi casa guarda parte de sus vidas, no sé por cuánto tiempo, si es que la puedo colocar en la mía. Porque en el fondo creo que ésa es la cuestión: qué hacemos con el legado de nuestros antepasados. Me duele ver en mercadillos fotos antiguas que los herederos no se molestaron en guardar o en quemar, como final más piadoso. Todo parece caduco, inservible pasado un tiempo. Me duele pensar en esa inexorable ley de vida que obliga a renovar el menaje, el vestuario, la biblioteca, desechando lo antiguo y pasado de moda. La alternativa es convertir las casas en museos, pero al ser cada vez más reducidas resulta una solución impensable, y no digamos si en lugar de propias son alquiladas. En eso parece que los norteamericanos son mucho más prácticos: acostumbrados a cambiar frecuentemente de domicilio, se deshacen sin pena de gran parte de sus posesiones y las ponen a la venta frente a su casa para aligerar el traslado. Claro que, por otra parte, envidian el patrimonio de la vieja Europa y se mueren por tener un auténtico castillo escocés en Texas. Paradojas de la vida.



Echo en falta no haber podido conservar mis cuadernos escolares, por ejemplo, abandonados precipitadamente el El Aaiún, o los juguetes de mi infancia, o los libros de aquella Colección Historias que recuerdo con tanto cariño. Me siento nómada y un poco huérfana sin todo aquello que me rodeaba de pequeña. ¿Tan importante es el pasado? ¿Por qué tiramos lo que ya no nos resulta útil en sentido material? Creo que queremos conservarlo todo para negar el paso del teimpo, para aferrarnos a un tiempo que no queremos dejar escapar porque si se va envejecemos y morimos. Queremos ser eternos.





Tuve que preguntar a mi tía cómo se llamaba mi bisabuela. La recordaba perfectamente, menos su nombre. Qué extraña es la memoria... Me contó episodios familiares que pronto nadie recordará ni contará ya. Yo puedo escribirlos y guardarlos, pero, ¿a quién interesarán? La historia sigue, el hilo se rompe. Se habla de la Guerra Civil, pero dentro de pocos años no quedará nadie vivo ni descendiente directo de aquella época. Aquellas cartas, las fotos, las terribles imágenes irán cayendo poco a poco en el olvido. Igual que ya no se llevan esos pañitos de ganchillo sobre las mesas o los sofás irán desapareciendo los recuerdos, diluidos por el paso del tiempo.

Las mesas camilla son hoy raras, excepcionales en las ciudades, desde luego, como las mecedoras o las colchas tejidas durante horas y horas, cuando el tiempo tenía otro valor y otro sentido. Épocas pasadas, años idos, nosotros ayer y hoy, como puente o como separación. Los objetos y las personas, los sentimientos y los recuerdos. Todo forma parte de la misma vida, aunque la veamos compartimentada. Somos un todo indisoluble, estemos donde estemos y seamos como seamos. Llevamos el pasado a cuestas porque somos también parte de él.




Una recomendación que también sirve como viaje en el tiempo, en este caso personal y literario: leed el discuso de Vargas Llosa con motivo de la entrega del Nobel. Es una auténtica delicia, una maravilla en prosa, sentida, vivida e incluso llorada.
Feliz vuelta de puente a todos.