Las mujeres tenemos una relación ambigua con nuestro cuerpo. Lo cuidamos y mimamos hasta el exceso y, sin embargo, nunca nos sentimos satisfechas con él. Muy pocas se quejan de la falta de peso, lo normal es sufrir por su exceso, sea real o no. Siempre he dicho que en la maldición bíblica que condena al hombre a trabajar y a la mujer a parir con dolor tras la expulsión del paraíso falta añadir: "Y te pasarás toda tu vida a régimen". ¿O no es una cruz sufrir desde la infancia la tiranía de los kilos, el vello, las arrugas, la falta de agilidad y elasticidad, la pérdida de atractivo y demás atributos "femeninos"? Nos enseñan desde la cuna a ser atractivas, a pasar horas delante del espejo, a sacrificarnos para mantener un aspecto lozano aun en las situaciones más adversas. Si hay que pasar frío, se pasa, pero lucimos a toda costa ese vestido de tirantes que pensamos nos hará ser el blanco de todas las miradas. No importa el sacrificio de renunciar a nuestros manjares preferidos, somos esclavas de la lechuga y el queso desnatado con tal de seguir poniéndonos esos vaqueros ajustados que significan nuestro poderío físico. Pasados los cincuenta, incluso antes, es prácticamente imposible estar "divina de la muerte", salvo excepciones que jamás confesarán cómo consiguen ese aspecto envidiable, pero el resto de las mortales sabemos que los músculos pierden elasticidad y fuerza con cada cumpleaños, que la piel se apaga y arruga, que los huesos se vuelven más frágiles y que nuestro amado/odiado cuerpo cambia irremediablemente. Cuesta aceptarlo, y hay quien no lo hace, por eso resulta patético ver mujeres maduras empeñadas en aparentar tener veinte o treinta años menos.
Por si no fuera poca desgracia asumir la caída de la carne, hace falta mucho más dinero para encontrar ropa que nos siente bien. Con veinte años y cincuenta kilos lucimos estupendamente las camisetas baratas de Carrefour y los bikinis tres por dos de las rebajas; dos décadas y varios kilos más tarde hemos de recurrir a buenas hechuras que cuestan bastantes euros para estar guapas. Es cierto que a más edad suele corresponder mayor poder adquisitivo, pero muchas tiendas no se han enterado y siguen poniendo a veinteañeras inexpertas (escuálidas, por supuesto) a despacharnos, por lo que sus miradas despectivas y sus comentarios ("No tenemos tallas mayores") nos sientan como un tiro. Carentes de sensibilidad y no digamos de empatía, nos hacen sentirnos gordas y viejas por no poder embutirnos en una 38. Hay marcas de alta costura y lencería que no fabrican tallas grandes (omito los nombres para no hacerles propaganda), así que, por mí, les pueden ir dando. Ellos se lo pierden. Por eso me alegro de haber encontrado a Isabel, una dependienta encantadora que sabe lo que queremos y necesitamos las mujeres entradas en años y en kilos. Paradójicamente, me ha contado en alguna ocasión que las poseedoras de un cuerpo delgado son más impertinentes y exigentes. La creo, desde luego. Dice que nosotras somos más alegres, estamos más satisfechas, somos más agradecidas. La mayoría trabajamos, lo que significa que no tenemos mucho tiempo para arreglarnos y por eso buscamos ropa práctica y cómoda, amén de bonita, que la hay, por suerte. Hace no muchos años las mujeres de "cierta edad" estaban condenadas a lucir tejidos oscuros y cortes austeros nada favorecedores; hoy la variedad es infinita y podemos llegar al trabajo arregladas y espléndidas sin tener que pasar horas ante el espejo y habiendo empleado un presupuesto moderado.
Hoy nadie duda de la importancia del ejercicio físico para estar bien a cualquier edad. Cuando yo estudiaba Bachillerato la asignatura en cuestión se llamaba Gimnasia y era impartida por profesoras de la Sección Femenina que jamás se pusieron chándal y zapatillas. Daban órdenes sin apenas mover un músculo. Nosotras debíamos llevar unos odiosos pololos bajo la falda, qué ridiculez, por Dios, y qué incomodidad. Nos desplegábamos estilo militar y hacíamos unos ejercicios tontorrones que en nada se parecían a lo que hoy se practica en cualquier clase de Educación Física y no digamos en un gimnasio. Yo pisé uno por primera vez a los treinta y siete años, y sigo acudiendo a él regularmente, aunque tengo épocas de alejamiento y dejadez por diversas circunstancias. Así descubrí que tengo cantidad de músculos cuya existencia desconocía hasta que empezaron a dolerme, y aprendí que se llaman cuádriceps, gemelos, tríceps, abdominales inferiores, y una larga lista que ríete tú de la asignatura de Anatomía. Hay que trabajarlos y estirarlos, moldearlos y sentir cómo se van volviendo más flexibles con el ejercicio continuado. Tras una buena clase (no todas lo son, al menos no para mí) y, si puedes, una ducha, te sientes como nueva, más ágil, más fresca, más joven.
A lo que no consigo acostumbrarme es a la música machacona que muchos monitores adoran, nunca he entendido por qué. La ponen a todo trapo, además, se supone que para animar a la gente, porque su mayor felicidad es sudar como cochinos. Si no, no tienen sensación de estar machacándose. Y claro, venga a dar saltitos, giros, subidas al step, levantamiento de pesas, abdominales inhumanos... A muchos les encanta el spinning, qué suplicio... Yo lo odio. Ahora me gusta el Pilates, que de suave no tiene nada, pero al menos lleva otro ritmo, nada de saltos, y la música es muy agradable. He aprendido a manejar con cierta soltura el fitball, esa pelota enorme que sirve para hacer cantidad de ejercicios como quien no quiere la cosa, pero de inocente no tiene nada. Al final Virginia, la monitora, nos deja unos minutos para relajarnos, una delicia. Me admira su cuerpo, trabajado y flexible, una meta inalcanzable para mí. Claro, nuestros respectivos resultados van en relación directamente proporcional al tiempo que dedicamos al ejercicio, y eso tiene poco remedio, pero bueno, mi meta no es ésa, sino encontrarme razonablemente bien y tratar de paliar mis dolencias. Miro de reojo a mis compañeros de sudores y pienso cómo demonios llegan a doblarse de esa manera, yo cada vez tengo más lejos los pies, y no porque haya crecido precisamente.
Me gusta pasear al aire libre siempre que puedo, correr un poco, hacer algún ejercicio... Según los médicos, eso es suficiente para estar en forma y mantener la tensión en su sitio, que es lo que yo necesito. Pero debo confesar que lo practico poco, sobre todo en invierno, con los días tan cortos. Ahora que van alargándose es más fácil encontrar un rato para salir y disfrutar.
Lo que tengo pendiente, y me temo que nunca haré, es emprender el Camino de Santiago, pero a lo señorito, que ya estoy muy mayor para andar treinta kilómetros al día con una mochila a la espalda y dormir en albergues. Sé que debe hacerse así, pero yo quiero tomármelo con más relajo, como dicen los canarios. Iría con un coche de apoyo para no cargar con toda la impedimenta y poder descansar cada tres o cuatro días, en un hotel, por supuesto, para echar un sueñecito después de comer. No quiero hacer un viaje iniciático, quiero disfrutar sin machacarme más de lo necesario. Algún día... El otro día escuché por la radio la aventura de dos españoles que tras hacer el Camino al estilo clásico se lanzaron a irse nada menos que hasta Jerusalén, hala, a la vuelta de la esquina, como quien dice... Han recogido su aventura de diez meses en un libro, pero no recuerdo el título.
Por cierto, hoy en el suplemento de El País publican un reportaje sobre Sofía Loren en el que aparece espléndida, maravillosa a sus 76 años, lo que me hace sospechar que las fotos han sido muy retocadas y que ha costado horas y horas conseguir ese peinado, el maquillaje, los modelos que luce... Todos sabemos que vistas al natural ninguna de esas diosas supera la prueba del algodón. El mérito está en madrugar, trabajar, llevar a los niños al colegio, ir a la compra, cocinar, limpiar, poner la lavadora, fregar... y estar hecha un pincel, encima. ¡Anda ya! Eso sí, no renuncio a mi hora semanal con Rubén, mi maravilloso fisioterapeuta desde hace años. Moviliza mis maltrechos hombros y brazos, relaja mi contracturada espalda, aplica técnicas cuasi milagrosas allí donde lo necesito sin necesidad de preguntarme porque lo sabe mucho mejor que yo. En su caso juventud y experiencia forman un equipo insuperable.
Querido y odiado cuerpo, el que sostiene nuestros pensamientos tanto como nuestros pasos, el que nos pone en contacto con los demás y nos proporciona deleites relacionados con la comida, la bebida, la música, la pintura, la naturaleza... Intentaré hacerte más caso sin esperar a que protestes y tratarte (tratarme) mejor cada día.
Feliz semana a todos.