domingo, 20 de mayo de 2012

PROFESOR LAZHAR






Las aulas, la educación, la enseñanza, los niños, los conflictos escolares y cuanto se nos ocurra al respecto han sido tema recurrente en cantidad de películas, con más o menos fortuna. Quizá la más famosa, aunque no la mejor, sea El club de los poetas muertos. El club de los emperadores, Mentes peligrosas, Monna Lisa, Rebelión en las aulas, Adiós, Míster Chips, Adiós, muchachos, Los chicos del coro y muchas más se han acercado con más o menos fortuna a este mundo que contiene mucho más de lo que se ve a primera vista. Por deformación profesional, supongo, procuro verlas todas, y eso supone que unas veces me indigno, otras me emociono y siempre, siempre, siento que esta profesión es imprescindible, sea como sea su reflejo en la pantalla.
De las más recientes, son impresionantes las francesas Hoy empieza todo , Ser y tener , La clase y la alemana La ola. Unas son más documentales y otras más noveladas, pero todas son realistas y nada maniqueas ni manipuladoras. Por eso no podía perderme Profesor Lazhar, canadiense, premiada en varios festivales, alabada por la crítica y espero que sea bien recibida por el público.
Arranca con un principio impactante: en un colegio de Primaria de Montreal una maestra se ahorca en su clase justo antes de que entren sus alumnos. Nadie se lo explica, nadie pudo presagiarlo. Algunos compañeros sabían que tenía desórdenes psicológicos, pero no hasta ese punto. Resulta más incomprensible aún que decida poner fin a su vida en su clase. ¿Qué encierra esa tremenda decisión? ¿Quería vengarse de alguien? ¿Quería dar una última y desesperada llamada de atención? Casi al final de la película un alumno quizá tenga la clave y lo cuenta entre lágrimas.
La directora decide pintar el aula y darle otro aspecto, pero los niños no pueden olvidar el terrible suceso. Están conmocionados, estupefactos, dolidos. Se hace cargo de la clase un profesor argelino, el señor Lazhar. Él también ha vivido una experiencia muy dolorosa en Argelia y se ha visto obligado a buscar refugio como inmigrante perseguido en Canadá, aunque legalizar su situación no es nada fácil. Según el director, Philippe Falardeau, Canadá era una nación receptiva, amable con el extranjero, hasta el 11-S, que se cerraron las puertas. Y ahora vamos hacia atrás, con un aire retrógrado que yo no apoyo. Y ése es uno de los temas de la película, nada larga pero densa: la inmigración, el desarraigo, el miedo, la huida. No conocemos a la gente con la que convivimos: el protagonista puede ser deportado a Argelia en cualquier momento pero nadie lo sabe. Vive con miedo y con dolor. El terrorismo no conoce fronteras, ni la incomprensión, la incomunicación, la muerte: son problemas universales que nos rodean y a los que no sabemos hacer frente de manera unánime. Vivimos encerrados en nuestra burbuja por desconocimiento y temor hacia los demás. Nos da miedo tocarnos, tocarnos de manera natural, apretar el brazo del compañero, saludarnos efusivamente, quizá por influjo anglosajón, no sé. Eso se ha trasladado de una manera brutal a la escuela: no podemos tocar a los niños, qué decir de abrazarles o besarles, los hemos convertido en seres asépticos, plastificados. Un profesor dice en la película: Trabajar con niños es como tratar con material radiactivo: no los puedes tocar. Otro dice: Cuando mi hijo fue a un campamento escolar de dos semanas volvió con quemaduras de segundo grado en la espalda porque el monitor no podía aplicarle crema solar con las manos. El de EF añade: ¿Cómo puedes enseñar a un niño a saltar el potro sin tocarle? Así que les hago dar vueltas alrededor del patio como gilipollas y ellos piensan que yo también lo soy.
Un padre dice al profesor durante una tutoría: Queremos que enseñe a nuestra hija, no que la eduque.Ésa es la clave: ¿educar o simplemente enseñar? Hace años que los docentes sabemos, porque lo comprobamos a diario, que en la mochila nuestros alumnos traen de todo menos educación, esos buenos modales que antaño nos inculcaban de manera natural en casa: sabíamos saludar al entrar, llamar de usted a los mayores, portarnos correctamente en la mesa, ceder el asiento en el autobús, no gritar en público... Fuéramos buenos o malos estudiantes, la educación la llevábamos de serie. Por supuesto, el maestro era respetado y admirado: personificaba el saber (hace poco vi en televisión la española Historias de la radio, que contiene un emocionado homenaje al maestro rural), era humilde pero ocupaba un puesto de honor en la sociedad. Hoy es un mindundi, un pringao. Los conocimientos se buscan en internet, cualquiera con un cacharro electrónico de última generación puede buscar qué fue de Troya o cuál es la capital de Finlandia, así que, ¿para qué memorizar todo eso? Almacenar datos y fechas sólo sirve para ganar concursos, o ni eso. Contaba un profesor de Secundaria en un reportaje televisivo que en una entrevista con un alumno y su padre éste se dirigió al chaval diciéndole: ¿Pero tú qué quieres, ser un cualquiera y un muerto de hambre como éste (el profesor) o tener éxito en la vida? Algo similar me dijo un padre en mis primeros años de docencia refiriéndose a su hijo, poco dotado: No, si yo no quiero que sea médico ni abogado, con que sea maestro me conformo.
Me llamó la atención que los niños de la película, todos, no ríen, no corren, no juegan, ni siquiera en el patio. Son serios y tristes, fantásticos actores, eso sí, pero apagados, contenidos. En mi colegio reina la algarabía, hay incluso un alboroto excesivo, los niños están en permanente actividad, sobre todo en el recreo. Los de Profesor Lazhar están desorientados, reciben ayuda de una psicóloga pero de una manera fría. Nadie quiere hablar con ellos de la muerte, dejarles expresar lo que sienten, salvo su profesor argelino, que les dicta a Balzac y les anima a contar sus experiencias. Hay un amor latente entre él y los alumnos, algunos procedentes de la inmigración, como él: uno de origen chileno sabe qué quiere decir defenestrar porque su abuelo se tiró por una ventana al ser detenido tras el golpe de Estado. Y es que los colegios, cada día más, son un especie de ONU, mal que les pese a algunos. En mis clases hay ecuatorianos, dominicanos, turcos, marroquíes, rusos, rumanos... Lo que unos ven como amenaza no es sino una realidad imparable. Los tremendos recortes se cebarán sobre todo en ellos, como en los niños con problemas, necesitados de una atención especial. Como dice Falardeau, hay que tomar decisiones, alterar la letra, luchar por el espíritu. Me han contado los recortes en España y son idénticos a los canadienses. En mi país el gobierno ha incrementado las tasas universitarias un 75%. Estamos lastrando a las generaciones venideras, incluso hundiendo nuestra vejez. Los políticos son todos de corto recorrido, sólo piensan en el hoy. ¿Y después, qué?
Algo hemos hecho mal, muy mal, para llegar a situaciones tan sangrantes como vemos en la película. Si un profesor no puede dar un abrazo a un alumno (tampoco una colleja, por supuesto), apelando a un respeto muy mal entendido que encierra una frialdad de iceberg, una distancia más que púdica, algo falla, no tanto en el castigo como en el abrigo moral, el cariño, la cercanía, el mimo que los niños necesitan desde la cuna. La culpa es de todos: políticos, pedagogos, padres, inspectores... Los menos responsables, los maestros, desde luego, que seguimos peleando día tras día para defender nuestros ideales (qué palabra tan poco utilizada hoy). No nos dejan educar, no nos dejan aplicar medidas razonables, a veces duras, para inculcar responsabilidad y esfuerzo en nuestros alumnos, tan necesitados de atención y tan sobrados de caprichos. 
Como bien dice Lazhar, tenemos que limitarnos a enseñar el programa, no podemos salirnos de él. No estamos de acuerdo con el sistema pero es lo que hay, tenemos que acatarlo. Como él, nos sentimos encorsetados, asfixiados por unas leyes prolijas y absurdas que parecen diseñadas por alguien que no ha visto un niño de carne y hueso en su vida. Tenemos miedo (y con razón) a las críticas y denuncias de los padres, a las sanciones por hacer lo que nos dictan el sentido común y nuestra vocación. ¿Qué hacer? Apenas nada. Con un poco de suerte, conseguir que nuestras aulas sean un espacio cálido y acogedor, un lugar en el que todos nos sintamos seguros y libres. Por eso resulta tan incomprensible la decisión de la maestra. A los alumnos que yo conozco hay que frenarles, moderarles, tranquilizarles, encauzarles, dar respuesta a sus preguntas, suscitarles inquietudes que no aparecen en las pantallitas que les tienen abducidos. La mayoría están solos, muy solos, y demandan un cariño que no tienen a pesar de necesitarlo desesperadamente.
Bachir Lazhar es un hombre inteligente, culto y sensible que se acerca a sus alumnos, traumatizados por lo ocurrido  y desamparados por una maldita corrección política, con afecto y comprensión. Fuerte y digno, algo común en los inmigrantes, intenta consolarles sin paños calientes innecesarios. Son más maduros de lo que corresponde a su edad, sobre todo Alice y Simon. Necesitan ayuda para entrar con buen pie en la madurez, pero lo han hecho de golpe viendo la muerte en su propia clase. El profesor reclama respeto con firmeza, en un mundo que ya no le aprecia ni valora. Acaso los maestros ya no sepamos cuál es nuestro papel, cuáles son nuestros límites, porque, desde luego, nuestros recursos y armas son cada vez más limitados. ¿Debemos limitarnos a enseñar o debemos aspirar a educar, como dice Lazhar? En todo caso, la película es una preciosa y magnífica reflexión sobre la educación, la inmigración, la muerte, el cariño, el miedo, la comprensión... Todo eso, y más, me espera mañana, otra vez, cuando entre en clase.
Feliz semana.