miércoles, 15 de octubre de 2014

LA MIRADA

                    Tanto tiempo sin atreverme a asomarme por aquí y se me ocurre hacerlo hoy para volcar una amarga reflexión provocada por una entrevista que me ha alterado profundamente. Un alumno de diez años ha cometido una falta grave y ante la madre ha mantenido una y otra vez que yo miento, que no dijo lo que yo digo, que él no ha hecho lo que ha hecho. Se ha echado a llorar, supongo que por miedo al saberse descubierto, pero ha mantenido mi mirada con total descaro durante largo rato sin apearse un milímetro de su versión. Diez años y miente con total frialdad, impávido ante mi castigo y sabedor de que su madre no le va a privar del sacrosanto fútbol, faltaría más. Poco me ha faltado para darle un buen cachete, en vista de que los razonamientos no han servido para nada. Me habría buscado un buen lío, desde luego, pero un sabor amargo me ha acompañado durante toda la tarde. 
                     No es la primera vez que paso por algo así, ni será la última, supongo, pero hoy, al hilo de todo lo que está pasando, la desesperanza se ha adueñado de mí. En esa mirada he visto la niñez de esos personajes que nos llenan de vergüenza e indignación a diario, he visto a alguien capaz de mentir, robar y defraudar con total descaro, de incumplir promesas, de recortar derechos, de hurtar el futuro, de usar impunemente fondos públicos o privados para fines privados... Alguien que mira así a los diez años es capaz de cualquier cosa a los veinte, treinta o cincuenta. Me ha dado miedo imaginar su futuro y el nuestro. ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Por qué nuestros mensajes son tan mal interpretados? ¿Por qué se tergiversan nuestras palabras y obras? ¿Por qué no somos capaces de transmitir los valores que defendemos? Un niño miente y no pasa nada, como tampoco pasa nada cuando miente un gobernante elegido por nosotros. Ésa es la amarga realidad. Mi futuro profesional tiene, previsiblemente, los días contados, pero, ¿y los que se quedan? ¿Y los niños? ¿Qué pasará con ellos? Me he sentido derrotada, inerme, vencida. Ese niño no va a aprender a ser leal, honesto, responsable, a menos que reflexione seriamente sobre lo ocurrido. Yo, de momento, ni siquiera voy a intentar enseñárselo de nuevo. Me lo decía con su mirada retadora: paso de ti, no me des más la charla. Eso es lo que he conseguido con mi interés: desprecio absoluto.
                      A cambio, la última clase ha sido radicalmente distinta. Otros alumnos, normalmente revoltosos, han estado leyendo en silencio durante más de media hora. Sin amenazas, sin castigos, sin gritos. Cómo he agradecido esa quietud impensada, ese respeto tras la tormenta. Así es nuestro  trabajo, lleno de luces y sombras. 
                     Intentaré hacerlo mejor mañana. Ése es mi propósito diario desde que pisé un aula como maestra. Y lo será hasta el último.