sábado, 31 de diciembre de 2011

AQUELLAS NAVIDADES...

Dentro de apenas cuatro horas estaremos oficialmente en 2012, que se prevé duro y difícil a tenor de la primeras medidas adoptadas por Rajoy y sus muchachos, y sólo es el principio, según Sor Aya... Pero esta noche correrá el champán, nos atragantearemos con las uvas, más de uno pillará una cogorza de garrafón, haremos el ganso, felicitaremos a todo el que se nos acerque... en fin, quién dijo crisis, al menos por unas horas. Ya llegará la realidad el día 2, y no digamos los días sucesivos...


Llevo un montón de tiempo intentando escribir aquí, pero la mudanza, la gripe, el cansancio y mil inconvenientes más han impuesto su ley. Deseaba hablar sobre las Navidades de antaño, para seguir con la idea que propuse a mis alumnos. Tenían que hablar con los mayores de su familia, especialmente los abuelos, para que les contaran cómo eran estos días hace años. Han cambiado tanto las costumbres en poco tiempo... Yo recuerdo aquellos envoltorios de chocolates Elgorriaga en los que escribíamos la carta a los Reyes Magos. Todavía no había hecho su aparición Papá Noel, las Navidades empezaban  unos días antes de la lotería, con el final del trimestre escolar, y las calles estaban iluminadas apenas veinte días, no como ahora, que pasados los Santos, o antes, ya sacan los polvorones y mazapanes del año pasado (verídico, he visto las fechas de caducidad) y empiezan  a darnos   el turre con los villancicos (cada vez con mayor presencia de los americanos, qué horror...).
Navidad significaba, en mi infancia, sacar las cajas donde estaba guardadas las figuritas del belén y las bolas del árbol, tan frágiles entonces que pocas sobrevivían de un año para otro. El espumillón perdía sus hilos dorados y plateados y fabricábamos adornos con las ideas de la revista El Mueble. Poníamos por toda la casa los christmas recibidos clavados con alfileres en tiras de colores. Mi padre montaba con nosotros un belén enorme en el vestíbulo, con corcho de verdad, el castillo de Herodes siempre en lo alto, los Reyes cada día un poco más cerca del portal...
Mi madre nos sentaba alrededor de la mesa del comedor para escribir una y otra vez los mismos buenos deseos a familiares y amigos. Compraba un montón de felicitaciones del entrañable Ferrándiz, sobre todo, de todos los tamaños: los más grandes, para los abuelos y grandes amigos, y el resto en consonancia con su importancia. Anotaba en una lista los enviados y los respondidos. Yo también lo hice durante años, aunque en lugar de mensajes comunes envío poemas (por suerte es un fondo inagotable), hasta que este invento de Internet ha hecho disminuir los sobres escritos a mano, toda una rareza en los buzones actualmente.


Cuando estábamos en el Sáhara, la casa de mis padres era el centro de reunión de muchos amigos. Todos estábamos lejos de la familia y nos juntábamos para llenar un poco aquel hueco. Éramos veintitantos en cada celebración. Mi madre ponía unas mesas enormes y una cantidad de comida inimaginable. Asaba patas de cerdo enteras, preparaba ensaladilla rusa, sopas, entremeses... Días después de acabadas las fiestas aún quedaban sobras para dos o tres familias. Supongo que de ella heredé mi tendencia a la exageración en la despensa, siempre tengo comida suficiente para soportar un asedio.
Por aquella época mi padre nos dijo que había llegado a un acuerdo con los Reyes Magos merced al cual recibiríamos nuestros regalos el día de Navidad. Siempre le pareció más razonable y lógica la tradición anglosajona para poder disfrutar más tiempo de los juguetes. Sin embargo, mantuvimos la costumbre de ir a misa el día 6 con nuestros recién estrenados muñecos o camiones.
Mi madre nos hacía ir a misa el día 25 sí o sí, sin posibilidad de discusión. Durante años me gustó ir a la Misa del Gallo, me parecía especial, diferente. Cuánto he cambiado...
Pasábamos las Navidades, ya en Madrid otra vez, yendo un día sí y otro también al centro, a comprar regalos. Con tantos de familia no acabábamos nunca, qué cruz, qué de vueltas dábamos para encontrar lo que creíamos más adecuado para cada uno. 
En aquellos días podía ir al mercado con mi madre, me encantan desde entonces esos lugares, muchos hoy desaparecidos o reconvertidos en sitios pijos y carísimos. No compro apenas productos frescos en las grandes superficies, adoro a mis tenderos de hace años, siempre atentos y pacientes conmigo. Soportan mis prisas y mi parloteo a útima hora, me ayudan con la compra, me ofrecen fruta o embutido, me regalan algo... Son un encanto.
Mantengo la costumbre de preparar cardo como hacía mi madre, rehogado con ajitos, almendras, harina y caldo. Limpiarlo es una cruz, pero el resultado merece la pena. Muchos recurren al de bote o congelado, pero no hay color. Lo mismo pasa con la borraja (se me notan las raíces navarras, ¿verdad?) y con la lombarda, bien acompañada por un buen puñado de piñones. No soy especialmente aficionada al cordero ni mucho menos al besugo, me niego a pagar los precios abusivos de estas fechas habiendo otras alternativas. Tampoco me gusta el turrón (aquellas bandejas con trocitos grasientos que duraban meses, el turrón duro que partía mi padre con el martillo, los polvorones envueltos en papel de seda...)  
He mencionado varias veces a mis padres, sobre todo a mi madre, y es que creo que las Navidades infantiles van indisolublemente unidas a su figura, a su mano asiendo firmemente la nuestra para no perdernos en el barullo de la Plaza Mayor o la cabalgata, a las tradiciones que nos transmitieron y que nosotros no debemos dejar perder, a los olores de los pucheros navideños, más hogareños que nunca, a ese niño que fuimos y que duerme dentro de nosotros junto a su recuerdo, en su regazo. Estén donde estén, están con nosotros.
Feliz Año Nuevo, a pesar de todo.