A veces creo que soy una espectadora fácil, que me conformo con cualquier cosa. Rara es la vez que salgo del cine insatisfecha o que el teatro me decepciona. Quizá es que voy predispuesta para disfrutar de lo que me ofrecen, aunque lo cierto es que procuro informarme para elegir algo fiable. Me considero una gran "disfrutadora", paladeo una bebida lo mismo que un humilde bocadillo, una gran película o una modesta si tiene algún significado especial para mí. Me río con la misma facilidad que me emociono o me indigno, no suelo controlar mis emociones y quizá por eso empatizo sin dificultad con quien tengo delante. Cuando voy al cine me meto en la película con el fin de cambiar mi escenario habitual por uno diferente. En la oscuridad del cine, a ser posible aislada y siempre con palomitas (mi pequeño pecado semanal) descubro historias, personajes, dramas, romances, humor, envidias, traiciones, intrigas... Cada semana selecciono una película cuyo tema me atraiga de algún modo. Me gusta leer las críticas para ir sobre aviso, aunque no todas son fiables. Por ir de lo más alejado a lo más reciente, empezaré por Grupo 7, sobre la que pensé escribir con el título ¿Poli bueno, poli malo?, pero a la española.
Me gustan las historias policiacas y ésta, además, es nuestra, española cien por cien, con todos sus defectos y virtudes. Fuera tópicos: se acerca la Expo de Sevilla y hay que limpiar la ciudad de traficantes. No hay apenas límites, lo que importa es cumplir la misión. Ni una vista de la Sevilla más bonita y turística, sólo imágenes de la construcción del evento y barrios marginales, bares nada lujosos, casas de vecinos feas y humildes, rincones ruinosos... Los policías encargados de tan peculiar trabajo son tan nuestros como los actores que los encarnan. A la cabeza del reparto, un Antonio de la Torre magnífico, parco en palabras pero tremendamente expresivo, un policía curtido y descreído que ha perdido a un hermano por culpa de la droga y decide salvar a una muchacha que arrastra el mismo mal. Conoce el terreno en el que se mueve y las personas con las que trata.
Mario Casas es el guapo del grupo, sacado de las series para adolescentes (yo no he visto ninguna) y aún le queda bastante por aprender, pero tiene cualidades, sin duda. Casado con una guapísima Inma Cuesta a la que podrían haber dado más enjundia y padre de un chaval, compagina mal su vida personal y profesional. Se salta los límites cuando persigue un fin que le parece loable: si hay que quedarse con droga para pagar a los chivatos, se coge y punto. Yo crecí con la imagen ideal de la policía: buenos, honestos, honrados a carta cabal, insobornables, sacrificados, heroicos, siempre al servicio del ciudadano... Pero, ay, la realidad es muy diferente. No he tenido grandes tropiezos con ellos, pero sé de sobra que muchos se acercan más a los corruptos que intentan matar a Serpico que a los eficaces Bevilacqua y Chamorro creados por Lorenzo Silva. La trastienda de la labor policial no es limpia ni glamurosa. El delito siempre es sucio y condenable, pero, ¿están siempre en el mismo bando quienes lo cometen? ¿Es tan clara la línea definitoria entre el bien y el mal? En El Padrino, obra maestra donde las haya, Al Pacino se lo deja muy claro a su mujer, una Diane Keaton que vive creyendo que los políticos son honrados y que sólo los mafiosos asesinan a quemarropa.
Grupo 7 es una gran película, en la línea de Celda 211 o No habrá paz para los malvados. Grandes actores para un gran guion, con escenas trepidantes unas (la persecución inicial por las azoteas) y asombrosas otras (el baile entre el poli entrado en años y en kilos y la prostituta de dientes mellados resulta de un erotismo inusual). No hay lirismo ni romanticismo, todo es tan realista como cualquier escena cotidiana en cualquiera de nuestras ciudades, con personas, más que personajes, con quienes nos cruzamos a diario sin reparar en ellas. Por películas como ésta doy siempre la cara por el cine español, a sabiendas de que a veces no lo merece, pero qué le vamos a hacer, una tiene su corazoncito...
Otro producto español son la cantidad de buenos monologuistas que llenan pantallas y teatros. Hace poco vi a Dani Delacámara, ocurrente, divertido, encantador, sacando punta a cuanto tema se le ocurriera bajo el título Dios es una mujer. La sala estaba llena y nos hizo reír sin respiro. Admiro el ingenio, sobre todo si es en directo, con el riesgo que conlleva. Todo puede tener su lado cómico y alguien inteligente sabe verlo y sacarlo a la luz bajo la aparentemente inocente capa del humor.
De la misma cantera es Eduardo Aldán, que nos toca la fibra más nostálgica con Espinete no existe. Los más maduros vivimos esos recuerdos de un modo algo extraño, porque no pertenecen exactamente a nuestra infancia. Cuando empezaron en la tele los payasos de la familia Aragón (Gaby, Fofó, Miliki...) yo ya estudiaba Magisterio, y sin embargo los considero parte inseparable de mis primeros recuerdos. El inefable Un, Dos, Tres nos congregaba ante el televisor cada viernes por la noche, y con la perspectiva que dan los años parece mucho mejor, más ingenioso y dinámico que los infames programas actuales, llenos de gritones zafios y maleducados. El bolígrafo Bic nos acompañó durante toda nuestra vida escolar, D'Artacan nos introdujo en el mundo de Dumas, el Cola-Cao se disuelve tan mal como entonces (eso sí, su fantástico anuncio es inolvidable: Yo soy aquel negrito- del África tropical...), la Primera Comunión sigue siendo una celebración paródica, y, sin embargo, todo ha cambiado tanto, tanto... Muchos tenemos la impresión de que aquella infancia nuestra fue más feliz que la actual, más inocente, desde luego, con menos lujos pero más ilusión. Hoy los niños lo tienen todo apenas nacen y se inician en la adolescencia mucho antes de lo que manda su reloj biológico, se saltan a velocidad de vértigo la etapa de los juegos tradicionales (apenas los conocen, por desgracia) y adquieren rápidamente modales de series americanas. Mis alumnas de once años se pintan como una top model mucho antes de su primera regla. Nuestro reto ahora como educadores es adaptarnos a estos niños y adolescentes tan diferentes a como éramos nosotros. Ya no valen aquellos métodos en los que el maestro era el único depositario del saber, hoy hay que hacer partícipes a los alumnos de su aprendizaje o estamos perdidos. Es mucho más laborioso, sin duda, y yo reconozco mi dificultad para engancharme a este carro. Esos valores que aprendimos y defendimos durante años han cambiado, mejor dicho, hay que inculcarlos de otro modo. Por eso volvemos a nuestra infancia y adolescencia con añoranza, es un territorio seguro porque es intocable, ya no podemos cambiarlo. ¿De verdad aquella época fue mejor que la actual? ¿Qué quiere decir mejor o peor? Cantamos aquellas canciones sin necesidad de karaoke, están grabadas en nuestro disco duro a perpetuidad. Reivindico todo aquello, lo bueno y lo malo, las carencias, la tele en blanco y negro, el pan con chocolate para merendar, los recortables, las calcomanías, el maravilloso estuche de dos pisos... Forma parte de mí y eso es lo que cuenta.
Dejo para otro día hablar de El exótico hotel Marigold, una especie de Pasaje a la India amable y optimista para jubilados animosos y La pesca del salmón en Yemen, una comedia con sabor clásico, estupendo guion y grandes interpretaciones.
Feliz semana.