jueves, 13 de febrero de 2014

ESCRIBIR EN EL AGUA




                  Ser maestro nunca ha sido fácil pero desde hace unos años exige un esfuerzo cotinuo de adaptación a nuevas tecnologías, nuevas leyes (a cuál peor) y nuevos problemas tanto de alumnos como de padres, compañeros o de la Administración. Con menos medios, menos sueldo y menos consideración social hemos de conseguir que nuestros alumnos no sólo aprendan sino que, sobre todo, aprueben, que no es lo mismo, ni mucho menos. Les preparamos exhaustivamente para el PET o el KET, la CDI, la Selectividad, PISA o cualquier prueba que sirve, básicamente, para adscribirles a un grupo u otro, colocarles en un puesto del ranking o seleccionarles para tal o cual universidad. Todos sufrimos esta presión, tan antipedagógica como inútil en muchos casos. Nunca he sido partidaria de regalar notas, me parece un engaño manifiesto al alumno, pero reconozco haber otorgado numerosos aprobados terapeúticos para evitar males mayores: denuncias, protestas sin fin, inútiles quebraderos de cabeza. En muchos casos los alumnos aprovecharon la puerta que se les abría con no poca generosidad. Los que la echaron a perder saben que fue responsabilidad suya, no mía. Hace un par de días una madre me pedía llorando que fuera menos estricta, que levantara la mano para que su hijo, más que probable repetidor, pasara al IES. Considera una deshonra que su hijo suspenda porque eso nunca ha ocurrido en su familia. Si se estrella en la ESO, ya verán qué hacer. Como dicen ahora, ya si eso... El chaval también llora con una facilidad pasmosa. ¿No habría sido más lógico que la madre le dijera: Espabila, ponte las pilas y a trabajar, nada de excusas? Pero no, es preferible que el niño siga en los mundos de Yupi y crea que con cuatro cuentas y el presente de indicativo merece el aprobado.
                      Siento con tremenda desolación que escribo en el agua, que mi trabajo es estéril, que no sirve para nada. Constato cada día que el desinterés general va en aumento, que estamos desencantados, desanimados y cabreados, que defendemos unos valores obsoletos y ridículos. ¿Por qué trabajar el cálculo mental si en el IES desde el primer día utilizan la calculadora? ¿Por qué y para qué enseñar ortografía si no van a escribir ni una postal (muchos ni saben lo que es)? ¿Por qué intentar inculcar el amor por el orden, la limpieza, los buenos modales, la sinceridad, la honradez, si cada día conocemos nuevos casos de desfachatez impune, de robos descarados, de comportamientos insultantes y prepotentes por parte de quienes cobran sueldos millonarios pagados por nosotros y que, encima, nos representan  y deben defendernos? La indignación crece sin cesar pero nosotros no podemos parar, no podemos dejarnos llevar por esa ola peor que las que azotan nuestras costas por las sucesivas ciclogénesis explosivas. ¿Cómo lo hacemos? Como podemos, cada cual a su modo, pero el desorden y el alboroto van en aumento. Cada día hay más griterío, más conflictos, algunos de una crueldad inusitada, más pérdida de tiempo en poner orden que en dar clase. No veo interés verdadero por solucionar estas situaciones, nos hemos dado por vencidos. Me da muchísima pena comprobar que muchos compañeros ansían la jubilación como única salida, es como abandonar el barco sin pensar en una posible reparación. ¿Y luego qué? No hablo de las soluciones personales, sé que la jubilación es más que merecida, pero, ¿no hay nada más que hacer? ¿No hay salida a esta debacle? Me niego a darme por vencida, a aburrirme con tareas rutinarias. Todos los días llego al colegio sabiendo que debo enfrentarme a un nuevo reto. Tantos años haciendo lo mismo y sin embargo sé que cada día es diferente. Sigo sufriendo por mis errores y ni un solo día dejo de decirme mañana lo haré mejor.
                         De vez en cuando antiguos alumnos me dan grandes e inesperadas alegrías. Recuerdan sus años en el colegio, tal o cual excursión, aquel compañero, aquel profesor especial... Más de veinte años después me hablan con cariño y me dicen que ojalá dé clase también a sus hijos (cada vez más llevan a sus herederos a mi colegio). Es gratificante comprobar que tanto esfuerzo dio su fruto. Somos una gota en el océano pero, como decía un pesonaje de El atlas de las nubes , al fin y al cabo el océano está formado por millones de gotas y cada una cumple su función. Eso soy yo, una humilde gota empeñada en ayudar a otras gotitas a encontrar su camino.
                         Os recomiendo ver, si no lo habéis hecho ya, Vivir es fácil con los ojos cerrados. Los merecidos Goya han propiciado una segunda vida en las salas a esta película bonita, sencilla, emotiva y tierna sin ser en absoluto cursi. La epopeya de un humilde maestro para entrevistarse con su admirado John Lennon (lo consiguió, como atestigua el auténtico profesor, casi nonagenario ya, presente en la gala) es todo un símbolo para los actuales: contra viento y marea luchamos por aquello en lo que creemos. Como dice Almudena Grandes en Atlas de geografía humana, cuya fantástica adaptación teatral vi el otro día, aunque parezca increíble, a veces las cosas cambian. Se pueden cambiar. Y eso hemos de hacer todos: seguir luchando sin resignarnos a perder el futuro.