
Diga lo que diga el calendario, ya está aquí el verano. El calor mesetario ha llegado de golpe, como siempre, adueñándose de cuerpos, mentes, escaparates y armarios. De un día para otro aligeramos el vestuario, empezamos a preparar gazpacho y ensaladas y pensamos en las inminentes vacaciones. En verano cambiamos los rituales cotidianos, retiramos las alfombras, guardamos las mantas y los jerséis, lavamos a toda prisa la ropa ligera y alegre largamente arrinconada y contempalmos, horror de los horrores, nuestra piel blancuzca que las camisetas y los pantalones cortos muestran de modo inmisericorde. Las mujeres soportamos mal ese cambio tan drástico. Por un lado nos apetece aligerar el vestuario y pasar del gris monjil al rosa adolescente, pero, descontentas siempre con nuestro aspecto, nos vemos poco favorecidas con tanta piel al descubierto. Hemos ido tapando nuestro abrigo natural con capas y capas de tejidos cálidos y ahora llega la hora de la verdad, como nos recuerdan una y otra vez las llamadas revistas femeninas. Y digo yo: ¿de verdad es eso tan importante? Pues no. El calor obliga a despojarse de ciertas prendas, bendita sea la hora de quitarse tanta lana de encima, y en vez de disfrutar del cambio de estación nos amargamos pensando en los malditos kilos de más, en la inevitable flaccidez y en la palidez de la piel, en una época en la que el moreno es signo de salud y bienestar, aunque los dermatólogos no se cansan de advertirnos de los peligros del exceso de sol. Ya es hora de ser realistas y de disfrutar de lo que somos y de lo que tenemos sin compararnos con esas artificiales modelos y actrices que pasean sus famélicos palmitos encaramadas a sus perpetuas ojeras.
Qué queréis que os diga, sufro como cualquiera por el exceso de peso y por mis muchas imperfecciones, pero me niego a ir tapada de los pies a la cabeza para ocultar mis defectillos. Vestir bien en verano es fácil con la ingente oferta al alcance de todos los bolsillos. Con un poco de buen gusto y de sentido común se puede ir estupendo, cómodo y fresquito sin caer en el ridículo. En esto, como en todo, el peligro está en no asumir la propia condición. No se puede vestir como un adolescente pasada cierta edad porque resulta patético. Por mucho que algunos envidien esos cuerpos y esas edades una falda demasiado corta o un ombligo al aire son opciones erróneas. A este tema ha dedicado varios mordaces artículos Pérez-Reverte, siempre tan crítico.
No me gusta el calor insoportable que se adueña de casi toda España durante tres largos meses o más, pero disfruto con la gran oferta de frutas veraniegas, por ejemplo (esas cerezas prietas y jugosas, los dulces melones, las nectarinas rojas y refrescantes, las paraguayas de forma aplastada, los melocotones olorosos y ambarinos...), la variedad de ensaladas (admiten todo tipo de ingredientes más allá del tomate y la lechuga, tan socorridos), los fríos y sabrosos gazpachos (por sí solos ya son todo un menú de verano algunos días), las barbacoas (olor inconfundible del verano en tantas urbanizaciones)... Me encanta ver la gran oferta de los mostradores de los mercados en esta época, es como si la Naturaleza entera saliera de su letargo y nos ofreciera una explosión de colores y sabores acorde con la expansión de los cuerpos, liberados de sus ataduras invernales.
Me encanta que los días sean ya tan largos, poder pasear hasta casi las diez, leer tranquilamente a la sombra sin prisa, sestear en la penumbra, y, llegado agosto, disfrutar de Donosti y sus alrededores tanto en la playa como bajo la lluvia, que nunca falla en esa zona. Estoy deseando volver a disfrutar de las puestas de sol desde el monte Igueldo y ver el batir furioso de las olas en el Peine de los Vientos. Todo se ralentiza porque el calor no invita al movimiento, todo lo contrario, incita a la quietud y al reposo. Dicen que en Madrid tenemos nueve meses de invierno y tres de infierno, pero lo mismo, o más, podría decirse de otras zonas. En cualquier caso, vivimos en un país pródigo en lugares deseables para disfrutar de unos días de descanso, sean cuales sean nuestras aficioes y preferencias.
Para los docentes y estudiantes junio es un mes terrible. Es el último del curso y el que nos exige más trabajo en las peores condiciones: exámenes, evaluaciones, recuperaciones, papeleo absurdo e interminable, oposiciones, reuniones... Las clases se hacen muy pesadas porque las aulas se convierten en hornos y todos estamos ya cansados. Los chavales quieren ir al servicio una y otra vez y su lógica desgana es palpable. Algunos padres se muestran ahora (a buenas horas, mangas verdes) preocupados por el posible suspenso de sus vástagos, como si las múltiples advertencias recibidas a lo largo del curso hubieran sido una mera anécdota. Otros piden material para trabajar en verano, como si eso fuera la panacea, el remedio a diez meses de escaso esfuerzo. A estas alturas ya sabemos que todo el pescado está vendido y sólo cabe esperar que el curso próximo aprendan antes la lección. Los que tienen una oportunidad en septiembre harían bien en aprovecharla, pero la experiencia nos demuestra año tras año que en la mayoría de los casos es un puro trámite con poco fruto. Penoso, pero es así.
Quería hablaros de la adaptación cinematográfica de Millenium I: Los hombres que no amaban a las mujeres, pero el repentino cambio de estación me ha hecho variar de idea. Os diré que es una estimable versión en imágenes, correcta y ágil de la novela que tanto éxito está teniendo desde su publicación. Este tipo de novelas tiene su público y no gusta a todos, lo sé. A mí me gustan, me entretienen, aunque reconozco su falta de estilo en muchos casos. En este caso la trama es complicada pero está bien resuelta. En la película, como suele ocurrir, faltan detalles que sí aparecen en la novela, pero cuenta lo fundamental con una estética muy cuidada, seña de identidad del cine nórdico. Es muy apropiada para pasar un buen rato (es bastante larga, pero se pasa en un vuelo) sin más complicaciones.
Id por la sombra y no escatiméis en agua, por dentro y por fuera. Feliz semana a todos.