lunes, 6 de diciembre de 2010

AYER Y HOY

Vivimos en la era de la abundancia, sin duda ninguna. Compramos, usamos, tiramos, desechamos... Las cosas ya no tienen el valor de antaño. Hasta hace bien poco, los muebles eran casi eternos, se cuidaban con mimo, pasaban de padres a hijos como un bien inestimable. Se guardaban los trajes de novia de madres y abuelas, los viejos juguetes, los libros escolares, aquellos juegos de cama bordados para el ajuar y quizá ni estrenados (qué paciencia y qué tiempo planchar aquellas sábanas de hilo...), las cartas más personales, las fotos en blanco y negro, las vajillas de una loza hoy inimaginable, las lámparas enormes de lágrimas, hoy imposibles de colgar en unos techos cada vez más bajos...


Cambiamos de casa y apenas nos sirve algo de lo anterior. Lo queremos todo nuevo, más moderno. Lógico. Dicen que las mudanzas vienen bien para deshacernos de todo lo inservible. Ya lo dice el refrán: Parientes y trastos viejos, pocos y lejos. Yo he de hacer una próximamente y no sé si estoy preparada, al menos mentalmente, porque el esfuerzo físico en sí no quiero ni pensarlo. Santo cielo, la cantidad de cacharros, ropa, utensilios, sábanas, toallas, libros, discos... que he podido acumular en veinticinco años... La mayoría está en el sótano, convertido en un totum revolutum en el que cada vez me cuesta más no sólo poner orden (ni de lejos lo consigo) sino incluso recordar siquiera qué demonios tengo. Más de una vez he comprado libros que ya tenía sin acordarme, y otras he comprado una edición de más fácil lectura, caso de "La Regenta", por ejemplo, que leí en mis años universitarios en la edición de Alianza y que ahora se me antoja imposible por el tamaño de la letra. Como él, otros muchos libros están condenados a vivir el sueño de los justos, no sé dónde. Las bibliotecas no los quieren, los anticuarios tampoco... ¿Qué hacer con ellos? Supongo que los querrán en alguna ONG, al igual que al ropa y otras cosas. Soy consciente de que en buena parte del mundo el problema es bien distinto: necesitan desesperadamente ropa, comida, material escolar... En esta época proliferan las campañas para recoger este tipo de bienes. Tengo mis dudas sobre su destino, pero bueno, lo doy confiando en el buen uso que tendrán en manos más necesitadas que las mías.

Estos días he tenido que enfrentarme otra vez al desmantelamiento de una casa familiar, una tía en este caso. Ya lo pasé fatal cuando hicimos lo mismo con la casa de mi madre tras su muerte hace cinco años. Me parecía que estábamos profanando una tumba. Hurgamos en sus cajones, saqueamos sus armarios, repartimos sus posesiones... Había que hacerlo, sin duda, pero me resultó extremadamente doloroso. ¿Qué derecho teníamos a entrar a saco en todo aquello que ella había dsifrutado con tanta ilusión? Si hubiera tenido secretos, los habríamos descubierto. Su espíritu parecía flotar sobre la labor inacabada, el crucigrama que dejó a medias sobre la mesilla, los pañuelos con su perfume... Era imposible mantener todo aquello porque había que vender la casa. Yo habría querido quedarme con muchas cosas, no las de más valor, que me importaban bien poco. Participar en aquella liquidación suponía para mí desprenderme de una parte de mi vida que ya no volverá jamás. Ya no tengo una casa familiar a la que acudir por Navidad. Cada hijo tiene la suya, como mis tías, pero falta ese nexo de tantos años. En poco tiempo he visto desaparecer aquello que recordaba como objetos de mi infancia y juventud. Las vajillas están repartidas, como los manteles o las sábanas. Ha cambiado el escenario, el recuerdo sigue vivo.




Uno compra algo por algún motivo, lo disfruta y luego lo desecha. Al cambiar de manos, cambia también totalmente su valor. Qué diferentes somos... Para mi madre, mi padre, mi tía, un cuadro tenía un valor inestimable; para mí es un recuerdo que no sé dónde colocar. Ahora mi casa guarda parte de sus vidas, no sé por cuánto tiempo, si es que la puedo colocar en la mía. Porque en el fondo creo que ésa es la cuestión: qué hacemos con el legado de nuestros antepasados. Me duele ver en mercadillos fotos antiguas que los herederos no se molestaron en guardar o en quemar, como final más piadoso. Todo parece caduco, inservible pasado un tiempo. Me duele pensar en esa inexorable ley de vida que obliga a renovar el menaje, el vestuario, la biblioteca, desechando lo antiguo y pasado de moda. La alternativa es convertir las casas en museos, pero al ser cada vez más reducidas resulta una solución impensable, y no digamos si en lugar de propias son alquiladas. En eso parece que los norteamericanos son mucho más prácticos: acostumbrados a cambiar frecuentemente de domicilio, se deshacen sin pena de gran parte de sus posesiones y las ponen a la venta frente a su casa para aligerar el traslado. Claro que, por otra parte, envidian el patrimonio de la vieja Europa y se mueren por tener un auténtico castillo escocés en Texas. Paradojas de la vida.



Echo en falta no haber podido conservar mis cuadernos escolares, por ejemplo, abandonados precipitadamente el El Aaiún, o los juguetes de mi infancia, o los libros de aquella Colección Historias que recuerdo con tanto cariño. Me siento nómada y un poco huérfana sin todo aquello que me rodeaba de pequeña. ¿Tan importante es el pasado? ¿Por qué tiramos lo que ya no nos resulta útil en sentido material? Creo que queremos conservarlo todo para negar el paso del teimpo, para aferrarnos a un tiempo que no queremos dejar escapar porque si se va envejecemos y morimos. Queremos ser eternos.





Tuve que preguntar a mi tía cómo se llamaba mi bisabuela. La recordaba perfectamente, menos su nombre. Qué extraña es la memoria... Me contó episodios familiares que pronto nadie recordará ni contará ya. Yo puedo escribirlos y guardarlos, pero, ¿a quién interesarán? La historia sigue, el hilo se rompe. Se habla de la Guerra Civil, pero dentro de pocos años no quedará nadie vivo ni descendiente directo de aquella época. Aquellas cartas, las fotos, las terribles imágenes irán cayendo poco a poco en el olvido. Igual que ya no se llevan esos pañitos de ganchillo sobre las mesas o los sofás irán desapareciendo los recuerdos, diluidos por el paso del tiempo.

Las mesas camilla son hoy raras, excepcionales en las ciudades, desde luego, como las mecedoras o las colchas tejidas durante horas y horas, cuando el tiempo tenía otro valor y otro sentido. Épocas pasadas, años idos, nosotros ayer y hoy, como puente o como separación. Los objetos y las personas, los sentimientos y los recuerdos. Todo forma parte de la misma vida, aunque la veamos compartimentada. Somos un todo indisoluble, estemos donde estemos y seamos como seamos. Llevamos el pasado a cuestas porque somos también parte de él.




Una recomendación que también sirve como viaje en el tiempo, en este caso personal y literario: leed el discuso de Vargas Llosa con motivo de la entrega del Nobel. Es una auténtica delicia, una maravilla en prosa, sentida, vivida e incluso llorada.
Feliz vuelta de puente a todos.


















13 comentarios:

Cabopá dijo...

Ay,Yolanda como te entiendo...
Aunque yo después de muchos años (me estoy haciendo mayor)tengo mesa de camilla con un buen sillón donde escribo,leo o no hago nada.
Hace ya unos años que puse todos los tapetes de ganchillo que me ha hecho mi madre (89a)Ella y los recuerdos de nuestra casa están aquí en la nuestra...
Como tú dices tenemos demasiado,demasiadas cosas. Ahora tengo armarios llenos de recuerdos, albumnes, labores del instituto, libros y otras cosas como una sábana bordada, un tapete de organdil...infinidad de cosas del ajuar de mi madre, algunos muebles y la radio de mi padre con el que tantas veces escuché Matilde Perico y Periquin...Bueno para que seguir, mis hijos han volado a sus nuevos nidos y también quedan cosas de ellos, de esto ni hablar...
En fin que te iba a decir que estabas un tanto nostálgica y la que se ha puesto a recordar soy yo, que le vamos a hacer.
Besicos desde el acueducto de mi casa...

Joselu dijo...

Tengo una relación extraña con el pasado. Me interesa como espacio y tiempo literarios, pero no como lugar de nostalgia. No tengo nada antiguo. Nada que me dejaran mis padres (nada merecía la pena ni nada que concordara con el gusto de nuestro tiempo en que todo es lineal y pragmático). El pasado me inquieta y no me gusta. El único legado del mismo son mis libros que abarcan un periodo de treinta años (muchísimos los he ido perdiendo). No sé si servirán a alguien porque son ediciones de bolsillo que se deterioran con el paso del tiempo. Siento pena, me atraviesan alfileres cuando pienso en el pasado como una presencia cercana. Me repugna y me fascina a la vez. Me hubiera gustado tal vez tener algún recuerdo que amara de ese pasado, pero éste es ominoso y tiendo a alejarme si no es para convertirlo en materia literaria, transformada por la imaginación libremente.

No, no me gusta el pasado, excepto lo que me quede como reminiscencia poética.

Un abrazo, colega.

Miguel dijo...

Un post interesante. Un tanto inquietante para mí porque me ha hecho revolverme en mi pasado. Porque esta situación que tú cuentas la he vivido yo no hace mucho. ¿Qué hacer con la cartilla de embarque de mi padre donde figuraban todas las barcas de pesca donde había estado embarcado mi padre y que encontré en el fondo de un cajón? ¿Qué hacer con sus gafas, con su librillo de crucigramas a medio terminar, con su vieja colección de novelas de Blasco Ibáñez que leía casi a diario y que de tanto manosearlas y de tanto tiempo vivido hoy están amarillentas?, ¿Que hacer de su colección de cintas de Conchita Piquer, de su viejo batín...? Mi madre lo tiene claro. Lo guarda todo. No quiere tirar nada. Y yo, cada vez que voy a casa de mi madre, miro de reojo esas cosas, y me siento feliz. Sí. No me entra nostalgia. A través de esas cosas que están en casa de mi madre, veo una continuación de la presencia de mi padre. Por eso, yo creo que desprenderse así a las primeras de cambio de los objetos que de momento se han convertido en inservibles, es cuando menos, atrevido. Nadie sabe si en futuro vamos a necesitar soñar este pasado que vive en estos objetos.

Un beso, colega.

Lola dijo...

No te puedes imaginar, Yolanda, todos los sentimientos que han pasado por mí al leer tus palabras. Me siento identificada con cada una de ellas y para mi han sido un regalo.
Me gustaría saber más de mi pasado pero ya no tengo a quien preguntar. Ahora soy yo la que contesta a las preguntas.
Me he cambiado varias veces de casa y en cada una de ellas, he ido dejando una parte de mi vida.
Gracias y un beso muy fuerte. Lola

María dijo...

Yolanda, me imagino lo duro que tiene que haber sido para ti desprenderte de tantas cosas, no quisiera verme en tu lugar, porque yo creo que no tendría tanto valor como tú lo has tenido, porque cada objeto, por muy viejo que sea tiene un valor sentimental muy importante.

En mi casa conservo libros de cuando era niña, y en otro lugar en un baúl cuadernos y libros de cuando yo era pequeña, se que no podemos cargar con tanto peso, pero a mí me resulta doloroso desprender de algunas cosas.

Un post entrañable el tuyo, me ha encantado, Yolanda.

Un beso muy grande.

Yolanda dijo...

Cabopá, es cierto que estaba un tanto nostálgica cuando escribí este post. Las circunstancias mandan, ya sabes, y no siempre podemos escapar de ellas. No podía decir a mi tía que no iba a ayudarla a desalojar su casa, aunque para mí supuso también un trago. Y encima en esta época, tan llena de detalles por doquier que recuerdan tantas cosas... Tenemos que vivir con todo ello.
Un beso muy fuerte.

Yolanda dijo...

Joselu, es difícil hacer las paces con el pasado, sobre todo si fue doloroso. No sé si merece la pena conservarlo de alguna manera, sea en forma de fotos, objetos, cartas, muebles o como recuerdo sin más. Una amiga me decía el otro día que hay que conservar las tradiciones navideñas en lo que a comida se refiere, que las familias deben reunirse en torno al cordero o el besugo porque forman parte de nuestra cultura. Yo le dije que me gusta preparar cardo, como hacía mi madre, por ejemplo, pero me niego a pagar los precios desorbitados que alcanzan ciertos productos en esta época, creo que se puede comer muy bien sin ceder a esa tentación y, además, queda el resto del año para disfrutarlos. Son formas distintas de verlo. De la misma manera hay quien no sufre al desprenderse de recuerdos familiares, otros lo llevamos peor. Es imposible conservarlo todo, no sólo por espacio, que ya es de por sí determinante. Te entiendo cuando dices lo que el pasado significa para ti. Si sufriste años atrás es lógico que no quieras revivirlo. Yo también lo intento, pero el muy ladrón espera agazapado para saltar en el momento más inesperado. Hay que asumirlo, aunque cueste.
Un fuerte abrazo, colega.

Yolanda dijo...

Miguel, creo que somos muchos los que sentimos el pasado como tú expresas, como lo siento yo. Es como si no quisiéramos enterrar del todo a los que se fueron. Desprendernos de sus posesiones, las que conservan su tacto, su aroma, supone decirles adiós también a ellos, y a lo mejor no estamos preparados para ello. ¿Lo estaremos algún día? No lo sé. Hay que vivir mirando hacia delante, pero no podemos olvidar de dónde venimos.
Un abrazo, colega.

Yolanda dijo...

Lola, me alegro de que mis palabras te hayan gustado. Somos eslabones de una cadena, estamos unidos al anterior y hemos creado el siguiente, al que debemos contar cómo fue su pasado. Yo pregunto aún por mis padres y otros que ya no están a los que todavía pueden contarme algo de ellos. Algunos me parecen casi extraños, aunque lleven mi apellido. La familia es algo más, los sentimientos son otra cosa. Vamos dejando trozos de vida en las casas que abandonamos, es imposible llevarlo todo con nosotros. El pasado es un asunto difícil, sin duda.
Un beso enorme.

Yolanda dijo...

María, no creas que me he desprendido de muchas cosas. Más de las que quisiera han desaparecido. Hace más de cinco años que murió mi madre y soy incapaz de ponerme su ropa, creo que nunca lo haré, pero tampoco sé cuándo voy a poder dársela a otros. No es una cuestión práctica, sino sentimental. Lo fácil es llenar un contenedor, lo difícil es decir adiós. Queremos tener con nosotros todo lo que queremos o nos importa de algún modo, y es imposible, igual que no podemos recordar todo lo que hemos leído, por ejemplo. Un asunto complejo, sin duda.
Un beso.

Anónimo dijo...

qué "graficas" son las fotos..

Víctor Manuel Ramos dijo...

Uno se pregunta cuál es la manifestación en el individuo de esa cultura de desecho: ¿serán los afectos desechables, como los muebles? ¿las relaciones más pasajeras? Muy bien escrito.

anita dijo...

hola leyendo de blog en blog encontré este lindo post, yo creo que me identifique con la lectura, es increible la cantidad de articulos que a ojos de muchos son cosas viejas y sin valor alguno, mas sin embargo para nosostros es dificil desprendernos de ellos, mas la disyuntiva es tajante, como conservar tanta cosa, acabo de heredar parte de la biblioteca personal de mi padre, los primeros libros que lei de niña, los clasicos; la isla del tesoro, mujercitas, narraciones extraordinarias y mas, yo se las pedi a mi mamá con la esperanza de que mis hijas las leyeran, mas ahora que mi librero esta lleno y me falta espacio, pienso que hacer con tantos libros, upss bueno ni hablar, la cosa es, como le quitamos el valor sentimental a tantos y tantos objetos que van llenando la casa, y despues nos sentimos abrumados con tanto que acomodar y cuidar... me encanto el post y disfute mucho la lectura felicidades!!!