Qué ganas tenía de dedicarme a mi querido blog, pero una inesperada subida de tensión arterial me lo impidió. Pasé el fin de semana bastante revuelta, pero ahora parece que mi presión se ha normalizado. Y me pongo tan contenta a escribir pero me encuentro un problema añadido: no sé por qué, no puedo insertar imágenes. Qué habré hecho, no tengo ni idea. En fin, de momento parece que os tengo que privar de las fotos que tenía seleccionadas, ya veremos cómo lo soluciono.
El viernes fui a ver, con gran expectación, La cinta blanca, de Michael Haneke, Palma de Oro en Cannes y creo que preseleccionada para los codiciados Oscar. Me impactó, sencillamente. Tenía referencias sobre la dureza del tema que trata y de las imágenes, en un deliberado blanco y negro, pero eso, lejos de ser un inconveniente, añade profundidad y dramatismo a las dos horas y media que dura la película, que no pesan en absoluto. La sala estaba llena y abundaron los elogios a lo que habíamos visto. El público era adulto, pero creo que es una película para ser vista y comentada por generaciones más jóvenes.
La acción se sitúa en un pueblo alemán en 1913-14, cercana ya la 1ª Guerra Mundial. En un ambiente hermético, dominado por la religión (la figura del pastor protestante es enormemente aterradora bajo su apariencia seráfica), las rectas costumbres y el sometimiento al barón dueño de casi todo el territorio empiezan a suceder hechos extraños y sangrientos que parecen castigos rituales sin motivo aparente y sin conexión entre ellos. La historia avanza lenta pero implacable, entre el suspense y el terror que sugieren, más que muestran, unas duras imágenes con escaso movimiento de cámara. Da la sensación, o eso me pareció, de estar viendo una película rodada en aquella época, tan perfecta me pareció la recreación, el vestuario y los actores, sobre todo los niños y adolescentes, sencillamente perfectos, elegidos tras laboriosas sesiones de selección, como suele ocurrir en estos casos. Son fantásticos, unos tiernos (los menos) y otros aterradores. Me preguntaba cómo podían meterse así en esos papeles unas criaturas nacidas y educadas en la era de la imagen y los avances electrónicos y digitales, tan distinta de aquellos difíciles años en un ambiente rural que no presagiaba nada bueno, como poco más adelante se vio.
A pesar de tanto protagonista infantil, llama la atención la ausencia casi total de gestos cariñosos , salvo el cuidado que un pequeño dispensa a un pajarillo herido y la historia de amor entre el maestro, narrador en su vejez de la historia, y la joven niñera. Sus sonrisas son las únicas, su beso contenido y púdico es un oasis entre tanta aspereza. Hay una crueldad explícita en varios tortazos propinados a los hijos (la autoridad del padre, totalmente indiscutible, permite toda clase de excesos disciplinarios) y otra aún peor, la implícita, la que se adivina detrás de una puerta cerrada y tras unas escenas escalofriantes. O la que asoma en los ojos y en los gestos de los adultos y se refleja en los niños, víctimas inocentes cuyas vidas ya nacen marcadas por la dureza, la incomprensión y la intolerancia, caldo de cultivo de decisiones y sucesos tremendos, no sólo inmediatos, sino posteriores. Esas criaturas fueron más tarde los que engrosaron las filas del nazismo, los que llevaron al límite el dolor aprendido en sus propias carnes porque crecieron sin amor, sin un gesto de cariño, en la peor de las violencias, la doméstica, la que se esconde tras los muros de cualquier hogar en apariencia modélico, la que se ejerce contra los más indefensos, los niños y las mujeres.
La verdad, no del todo aclarada pero sí atisbada, es terrible. No se acaba de explicar pero se ve trágicamente lógica. La violencia engendra violencia, la crueldad no surge por generación espontánea. Crece el odio, las mismas personas que suponen la salvaguarda de los más rígidos valores morales abusan de los más débiles, los acreedores de todo desvelo y cuidado. Golpes, ataduras, castigos, amenazas casi apocalípticas relacionadas con la masturbción (¿os suena el tema?), todo lo sufren sin poder quejarse. Por eso se acaban rebelando del modo más espantoso: son maltratados y castrados psicológicamente y se vengan en quienes son más débiles que ellos porque no pueden hacerlo con los verdaderos culpables. Nacen y crecen en la hipocresía, qué otra cosa podría esperarse de ellos... Según el propio director, su propósito era "presentar a un grupo de niños a los que se inculcan valores considerados como absolutos y cómo los interiorizan. Si se considera un principio o un ideal como algo absoluto, sea político o religioso, se convierte en inhumano y lleva al terrorismo." " En nuestra sociedad, no puede obviarse la cuestión de la violencia. En cuanto a la culpabilidad, crecí en un ambiente judeocristiano donde siempre estaba presente. No es necesario ser malo para convertirse en culpable, simplemente forma parte de la vida cotidiana". "Mi principio ha sido siempre hacer preguntas, presentar situaciones muy precisas y contar una historia para que el espectador pueda buscar las respuestas por sí solo. El arte debe hacer preguntas y no avanzar respuestas que siempre me parecen sospechosas, incluso peligrosas."
La cinta blanca es un puñetazo en la boca de estómagos sensibles. Lo que cuenta no es sólo lo ocurrido en la Alemania inmediatamente anterior a la primera gran guerra (¿es que las otras fueron pequeñas?), es el Mal que sigue existiendo, más o menos maquillado o disimulado. Hay un machismo absoluto, crudelísimo, un desprecio total hacia las mujeres, una autoridad paterna incuestionable ejercida con total impunidad. La escena en la que el médico "vomita", en palabras de Carlos Boyero, todo su asco y su desprecio a su amante es de una violencia verbal inaudita. Y está el poder del barón, moderno señor feudal como la marquesa de la magistral Los santos inocentes, ofrecida en televisión esa misma noche. La venganza de los súbditos es la esperada, hartos de tantos abusos.
Otra coincidencia, anoche vi Napola , película casi inédita en España, que yo sepa, interesantísima y con clara conexión con La cinta blanca. Es del mismo director de La ola, Dennis Gansel, que ya comenté entusiasmada en su momento. Cuenta la historia de un adolescente de origen humilde que es aceptado en una academia militar, cuna de futuros mandos nazis, gracias a sus dotes de boxeador. Estas escuelas existieron hasta 1945. Cree que es su gran oportunidad para triunfar en la vida, y se escapa para cumplir su sueño porque su padre se opone radicalmente a ello. El sistema sabía manejar psicológicamente a la gente, nada es porque sí. Es un ejemplo brutal de la importancia de la educación en los regímenes totalitarios, cómo inculcaban en los más jóvenes sus asesinas intenciones disfrazándolas de altos ideales, el amor a la patria y esas cosas. Buscan en la Bilblia argumentos en contra de los judíos para justificar sus crímenes. Ensalzan las legendarias figuras literarias germánicas para alimentar su propaganda de pueblo elegido, puro y único. Los alumnos son elegidos no sólo en función de su origen, sino también de su color de pelo y de ojos y de su complexión. Les convencían de que morir por la patria es el más alto honor y el mejor sacrificio: sus cuerpos no eran suyos, eran de Hitler . Muy jóvenes aún, algunos casi niños, iban a la guerra a morir y a matar ya al final del 3º Reich, sediento de muerte y de sangre. "En estos tiempos no vale el estudio ni los intelectuales, necesitamos hombres de acción como vosotros" , es el terrible mensaje del mando nazi a los cachorros del régimen, sometidos a duros y crueles entrenamientos. "Sin compasión", ése es el mensaje: no hay compasión para el púgil contrario, ni para el compañero que padece enuresis, ni para los niños rusos acribillados en el bosque. "Simplemente, era demasiado débil", es el terrible epitafio del jefe nazi tras el suicidio de su único hijo, consciente del horror que le rodea. Hitler quería "una juventud guapa y agresiva, que haga temblar al mundo de miedo, sin trazas de debilidad o fragilidad". He leído algo al respecto hoy mismo y a pesar de lo que ya sabía y de lo manido que puede resultar el tema aún siento escalofríos.
He recordado en la comida la innecesaria humillación a la que eran sometidas las niñas del internado del colegio de monjas al que fui de pequeña: cuando mojaban las sábanas por la noche debían exponerlas públicamente en la galería de acceso, por donde entrábamos todas, con ellas detrás. Mis hermanos iban al colegio de los Agustinos, que no se distiguían precisamente por su delicadeza y diplomacia en aquellos años. Y ahora que se celebra el trigésimo tercer aniversario de la matanza de Atocha (el mismo año que yo aprobé las oposiciones) recuerdo que mi padre decía que aquello fue "un acto de justicia", de modo que todo este horror que inunda mi post de hoy no me resulta ajeno ni lejano, por desgracia. Por eso quiero ser una maestra justa y rigurosa, pero nunca insensible ni rígida. A los maestros se nos presupone el cariño hacia nuestros alumnos, aunque hay quien opina lo contrario y se considera un "trabajador de la enseñanza", denominación que me parece horrible. No somos hermanitas de la caridad, pero sí debemos ser conscientes del material con el que trabajamos, delicado y frágil. Hoy mismo ha ido a verme un antiguo alumno, de casi treinta años ya, empleado del Ayuntamiento, feliz con lo que ha conseguido en la vida a pesar de no haber terminado sus estudios: dos casas y pronto una tercera, una discoteca en un pueblo cercano y un negocio en perspectiva de vinos en Japón, nada menos. Quiere conseguir lo suficiente para que su madre pueda dejar de trabajar. Se ha paseado con nostalgia por esos pasillos en los que pasó tantos ratos castigado con total merecimiento, según propia confesión. Se considera buena persona y asegura que no olvida el trato que recibió, la formación humana que le dimos. Y así son las cosas: uno puede no recordar las lecciones de los libros, pero sí las personas de las que recibió mucho más que instrucción académica. Visitas así alegran el día de verdad.
A pesar de todo, sabemos que la luz existe y que gran parte sale de nosotros mismos. Feliz semana a todos.