
Acabo de ver en la tele dos películas de dibujos animados, Aladdin y Pocahontas. Qué hacía yo viendo películas infantiles, os preguntaréis. ¿Acaso recordaba mi infancia? ¿O era pereza porque tampoco había nada más apetecible en el horizonte catódico? No lo sé, pero con las primeras imágenes de Aladdin me he trasladado a aquellas Navidades en las que mi hijo tenía cinco años y la vimos juntos al término de la Cabalgata de Reyes. Después cenamos en el Burger. Eso lo hicimos hasta que su edad le quitó esa parte de inocencia y ya no fuimos a más cabalgatas. Qué pena. El tiempo se lleva tanto por delante... Pero, ¿por qué sentir pena? ¿Por qué no alegrarse de la felicidad pasada? Hoy mi hijo es un joven feliz y trabajador a punto de terminar Magisterio. Apenas recuerda esos episodios de su infancia pero yo estuve ahí con él. El tiempo dedicado a los hijos es el mejor empleado del mundo.
Estas Navidades son bien distintas. Miles de niños mucho menos afortunados que mi hijo y tantos otros viven aterrorizados bajo la amenaza de los bombardeos israelíes. Nadie parece realmente interesado en poner fin a tan largo e injusto conflicto. Unos y otros esgrimen sus razones para continuar con la guerra y el resto del mundo se limita a emitir comunicados de condena y bla, bla, bla. Mueren inocentes, la ayuda no puede llegar, los heridos sufren en los hospitales, las madres lloran a sus hijos muertos, y todo mientras celebramos la Navidad en otros lares y nos preparamos para cambiar de año. ¿Tiene sentido todo esto? ¿Qué podemos hacer? No lo sé. Siento una desazón indefinible. Nos hemos acostumbrado a ver imágenes terribles sin conmovernos apenas. Una vergüenza mundial.